Reflexiones acerca del celibato en la nueva era de la Iglesia Católica

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Cura casado

     “Y dirás al Faraón: El SEÑOR ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito”. Éxo 4:22

En ese versículo se explícita como ama Dios a los israelitas: Los ama como a sus hijos primogénitos.

Y con esta afirmación surgen preguntas, muy humanas: ¿Ama Dios a todos los israelitas por igual?, ¿Cómo ama Dios a los otros pueblos?. Quedan estas preguntas para luego respondernos.

Cuentan que un matrimonio bendecido por Dios con varios hijos, vivían como todas las familias normales, en las que se superpone el amor a los rasgos de egoísmo que pudiera surgir en sus miembros.

Vivían amándose y protegiéndose unos a otros, los padres a los hijos, los hermanos mayores a los menores. Como en todas las familias, los padres tenían las desavenencias surgidas unas veces a causa del desbalance de los recursos y las necesidades, otras veces por otras causas; los hijos con los conflictos propios del entorno de los niños. Los padres cultivando la lealtad matrimonial y venciendo todas las tentaciones propias del mundo. En fin, vivían con el amor natural que surge del alma de Dios en cada uno; y con la fuerza y la voluntad que surge del amor. Pero un día, del que ya estaba escrito, perdieron a uno de sus hijos, el más amado de todos porque era el más indefenso. Y todos lloraron, pero la pena y el llanto de los padres era inconsolable. Los padres lloraron como si hubieran perdido a su único hijo. En la familia quedó un vacío que parecía que nunca se llenaría; pero el amor de sus miembros, y el amor a la vida cultivada en la familia desde siempre, de alguna manera cicatrizó su pena, aunque quedaría marcada para siempre. Y con esto los padres vieron que el amor por sus hijos, era como si cada uno fuera el único hijo.

También cuentan que en una de esas conversaciones trascendentes, le dijo un ángel a la hija muy amada de Dios: “La tolerancia es un insulto al amor perfecto e infinito de Dios”. En esta enseñanza de gran sabiduría hay dos aspectos profundos: Uno es que entre los hombres no debemos tolerarnos, sino amarnos; y el otro aspecto es que nos muestra la verdadera naturaleza del amor de Dios. El amor de Dios es perfecto porque nos ama a cada uno de sus hijos, como si cada uno fuera su hijo único; y el amor de Dios es infinito porque no tiene límites ni en la amplitud o profundidad de su amor.

Con ello podemos respondernos las preguntas que nos planteamos al principio: Dios ama a cada israelita como si fuera su único hijo; y ama a todos los pueblos como si cada uno fuera el único pueblo; y ama a cada habitante de cada pueblo, como si fuera su único hijo. En eso radica el amor perfecto e infinito de Dios. Y naturalmente, si los hombres imperfectos amamos a nuestros hijos como si cada uno fuera el único; cuanto más el amor perfecto de Dios.

Y hay otro aspecto que conviene observar, Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Todos los hombres, de todas las razas, de todos los géneros, y de todas las edades; y aún los seres de todas las otras galaxias, somos semejantes a Dios; porque Dios es infinito. Y a todos nos llama sus hijos, no nos llama sus hermanos. ¿Hay diferencia entre el amor de un padre o una madre a su hijo, del amor de un hermano a su hermano?, por supuesto que sí, son de categorías diferentes; lo saben todos los que son padres. A menudo vemos a un padre o una madre poner la vida de sus hijos por encima de la suya, dispuesto a sacrificarla por amor de su hijo o hija; y casi nunca encontraremos que alguien esté dispuesto a sacrificar su propia vida por la de su por su hermano, tampoco por la de su padre o su madre.

Los padres que han tenido la desgracia de perder a un hijo, saben que esa pena es dolorosísima e infinitamente superior a la pena de perder a un padre o un hermano. Eso es una muestra de que el amor de los padres a los hijos, es de una categoría superior al amor a los padres o hermanos.

Los padres hacen todo lo necesario, todo lo posible, o lo imposible para proveer los recursos que necesitan sus hijos; y lo harán con superlativa prioridad sobre la provisión a los padres o hermanos, si tuvieran que hacerlo. En la gran fuerza y esfuerzo que ponen los padres para proveer a sus hijos, también se manifiesta el amor superlativo a sus hijos. Naturalmente, quienes no tienen hijos no pueden entender este aspecto del amor.

Nos dice el Maestro Jesús: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mat 19:19). ¿Cómo es el amor a sí mismo?, ¿Qué nos puede mostrar como es el amor a sí mismo?. En la actitud de todas las personas podemos observar como es el egoísmo. Y solo en el amor de los padres por los hijos podemos entender como es amar a otra persona como a sí mismo, porque solo los padres ponen los intereses y necesidades de otras personas, sus hijos, antes de o al nivel que sus propios intereses y necesidades. Solo en la actitud de los padres por los hijos podemos ver claramente como es “amar al prójimo como a sí mismo”.

Los padres que tienen una familia y aman a sus hijos, pueden entender o interiorizar más claramente el mensaje de nuestro Señor Jesucristo: “Ámense ente ustedes como a sí mismo”, que equivale a “Ámense entre ustedes como los padres aman a sus hijos”, o como “Dios nuestro padre nos ama”. El amor que se cultiva en la familia, de alguna manera parece proteger, a sus miembros de caer en el egoísmo. Será por eso que a menudo se observa, que los padres, que viven en familia y aman a sus hijos, son más sensibles a las necesidades o vicisitudes de otras personas; de alguna manera están más predispuestos a ser misericordiosos con otros. Naturalmente, que el no caer en el egoísmo y ser misericordioso, en definitiva, no depende de su estado ni de cualquier condición externa de la persona; sino que es una decisión completamente personal, depende únicamente de su libre albedrío.

Nos dice Dios: “Habéis, pues, de serme santos, porque yo el SEÑOR soy santo…” Lev 20:26. Y si Dios nos dice que seamos santos como él, es porque sí podemos y tenemos la capacidad de ser santos como él. Entonces para ser santos como Dios debemos parecernos a Dios. Y entre todos los dones o facultades del alma que nos ha dado, por excelencia, el amor es lo que nos hace semejantes a él. Y amar como aman los padres a sus hijos, es lo que verdaderamente nos haría semejantes a Dios. El otro don derivado del anterior, que nos lleva a hacernos semejantes a Dios, es la misericordia que tenemos por los más necesitados. Entonces las condiciones para ser santos serían esas: AMAR AL PRÓJIMO, COMO UN PADRE AMA A SU HIJO, COMO DIOS NOS AMA, Y SER MISERICORDIOSOS CON NUESTROS HERMANOS, COMO DIOS ES MISERICORDIOSO CON NOSOTROS; NO PARECE HABER OTRA FORMA DE SANTIDAD.

Pero lamentablemente las iglesias, y los liderazgos religiosos en la historia, a estas condiciones únicas que nos hacen semejantes a Dios y nos hacen santos, amar como Dios nos ama y ser misericordiosos con nuestros hermanos; a estas condiciones le han agregado y mezclado decenas y centenas de inútiles ritos litúrgicos. Y en esta mezcolanza, los feligreses confundidos, cumplen la mayoría de estos ritos litúrgicos, porque no exigen ningún esfuerzo ni desprendimiento; pero el amor al prójimo y la misericordia, que es lo único que nos hace santos, en la práctica no los cumplimos, y solo se quedan como santos enunciados. Por lo tanto nos quedamos lejísimos de ser santos; y de ganar el cielo.

En otra conversación de Dios con su hija muy amada le dijo: “Yo no los he creado para que sean seres sexuales, los he creado para que sean seres espirituales”. Esto refiriéndose a la situación del mundo en el que predomina el egoísmo carnal y, el apego a los bienes materiales, sin límites. En una situación en la que se ha olvidado completamente, buscar la salud espiritual.

El amor entre la pareja, el amor a los hijos, el amor en la familia, es el don mayor de la vida; y es el ingrediente fundamental de la felicidad. Todos se merecen participar de este don que viene de Dios. Es una gran pena que sacerdotes y religiosas del mundo católico sean privados de este don. Pues en la familia se cultivan la lealtad, la paciencia, la benevolencia y todos los valores que necesita el mundo para mejorar. En el matrimonio se completan las funciones humanas, que nos ayudan y nos alejan de las tentaciones, de dañar el espíritu propio o ajeno; por lo tanto se dan las mejores condiciones para cultivar la salud espiritual. Cuanto bien le haría a la humanidad que los líderes religiosos, esparcieran en la comunidad el ejemplo y las enseñanzas de sus propias vivencias matrimoniales y de familia; y estarían mejor predispuestos con todas las ventajas a la salud espiritual que provee el matrimonio y la familia.

Con la actitud del Papa Juan Pablo II al pedir perdón por los pecados de los hijos de la Iglesia; y con los criterios más humanos del Papa Francisco, con la Bula de la Misericordia, que es para orientar a los católicos a que seamos misericordiosos con el prójimo. Con todo ello los fieles notamos un cambio saludable en el rumbo de la Iglesia, hacia el camino de Jesucristo.

En esta nueva era, todos los católicos del mundo oremos para que mejore aún más el liderazgo de la iglesia, y pidamos al Papa Francisco, que autorice nuevas órdenes de sacerdotes casados y religiosas casadas. Pues teniendo su familia los sacerdotes y religiosas orientarán mejor y con conocimiento de causa a las familias católicas. Enseñarán con el ejemplo y con criterios más sólidos el valor de la lealtad con su pareja y su familia; y de esta manera se fortalecerá el valor de la familia, que en las últimas décadas ha venido muy a menos.

También pidamos al Papa Francisco que se abra la opción de que laicos casados muy activos en la iglesia, con unos cinco o más años de matrimonio, y que demuestren solidez matrimonial; los laicos que lo deseen y lo soliciten sean ordenados como sacerdotes o religiosas. Y así se fortalecería y crecería aún más la Iglesia Católica, para dar Gloria a Dios.